viernes, 5 de junio de 2020

EL PROBLEMA DEL CONOCIMIENTO EN PLATÓN

Tal como se afirma en su diálogo “Fedón”, Platón considera que aprender consiste en recordar, en reminiscencia. El alma, que preexiste al cuerpo, habitó en el mundo inteligible (cosmos noetós) y allí conoció las ideas (la verdadera realidad). Las ideas son el modelo inmaterial, eterno e inmutable, de las entidades materiales, meras apariencias, sombras o copias de aquellas. El alma, en el momento de su unión con el cuerpo, olvida lo que sabía, y, durante su vida terrena, al entrar en contacto con las cosas sensibles, puede ir recordando las entidades contempladas anteriormente.

Puesto que la calidad del conocimiento depende de la calidad de los objetos conocidos, existirán tantas clases de conocimiento como modalidades de realidad existan, esto es, de los objetos materiales tendremos un conocimiento inauténtico o aparente (doxa); en cambio, cuando el alma logra liberarse de las realidades sensibles y elevarse al mundo de las ideas, entonces tiene lugar el verdadero conocimiento, la ciencia auténtica (episteme). En cada uno de estos niveles, a su vez, se distinguen otros dos tipos de conocimiento: A) nivel de la simple opinión: 1) la conjetura o imaginación y 2) la opinión plausible; B) A nivel de la ciencia, 1) el pensamiento discursivo o actividad racional y 2) el conocimiento superior o ciencia suprema, que capta mediante intuición directa “las ideas tomadas en sí mismas”.

Las ideas son la realidad inteligible que subyace a las apariencias que nos presentan los sentidos. Mientras que éstos nos presentan entidades sometidas a la generación y a la corrupción, aquellas existen eternamente en un mundo trascendente. Las cosas se relacionan con las ideas por participación o imitación, las ideas son causa, paradigma o modelo de la realidad. Se jerarquizan de acuerdo con una estructura ordenada, en la cual la idea suprema es el Bien, comparada en el mito de la caverna al Sol. A ella se subordinan las ideas morales (justicia, virtud) y las estéticas (belleza). Como mediación entre estas ideas superiores, que representan abstracciones, y las ideas que representan los conceptos (hombre, casa, ...) que nos permiten entender lo existente en el mundo material están las nociones matemáticas, a las que Platón concede singular importancia puesto que consideraba la geometría como un conocimiento preparatorio necesario para acceder a la verdad.

En la doctrina platónica el ascenso cognoscitivo tiene lugar por medio de la dialéctica, práctica sistemática y rigurosa tanto en el sentido socrático (discusión argumentativa) como en el de ser diálogo del alma consigo misma. El motor de la dialéctica es el “Eros” (amor).

EL PROBLEMA DEL HOMBRE EN PLATÓN

Toda la antropología platónica descansa en su distinción cuerpo-alma, dicotomía que nos remite al dualismo de su sistema. El cuerpo es materia, y por ello corruptible. El alma, esencia personal e inmortal, es espíritu. La condición mortal en que se halla en este mundo es una caída, una pérdida que la hace sentirse prisionera. El cuerpo es su prisión, de la que anhela liberarse para retornar al mundo ideal, su verdadera morada. El modo de lograrlo es apartarse de todo lo material y entregarse en el orden de lo teórico al conocimiento y en el de lo práctico a la virtud.

El alma, sujeto del proceso de conocimiento, es entendida por Platón como una realidad compuesta, comparable a un carro tirado por dos caballos, que representan el apetito concupiscible o "epitimía" (deseos instintivos) y el apetito irascible o "timós" (deseos nobles de la voluntad). El conductor representa, en esta analogía, la razón -"tó logistikon"-, a la que corresponde guíar al carro. Cada una de estas tres tendencias reside en una parte del cuerpo: la concupiscencia en el vientre, el valor en la voluntad y la razón en la cabeza. La armonía del alma es producida por la virtud: templanza para el instinto, fortaleza para la voluntad y prudencia para el entendimiento. De las tres deriva la justicia. Esta imagen o “mito del carro”, que el autor presenta en su diálogo "Fedro (o de la belleza)", se aplica también a la sociedad, dividida en productores, guerreros y filósofos, correspondiéndoles a estos últimos las responsabilidades de gobierno. Platón apuesta decididamente por el papel de la educación en la formación del ciudadano, como demuestra la institución de la Academia.

Platón representa al alma alada simbolizando su deseo de propulsarse hacia el mundo trascendente. Al caer al mundo material pierde las alas, y solo las recupera ascendiendo en una escala de posibles encarnaciones cuya gradación de mejor a peor sería:

1.Filósofo.
2.Rey.
3.Político.
4.Comerciante.
5.Poeta.
6.Adivinador.
7.Artesano o campesino.
8.Sofista.
9.Tirano.

Llevar una existencia filosófica durante tres vidas consecutivas permite al alma volver a ser alada y no quedar en la tierra por el periodo de 10000 años que es el que tardan en salir nuevamente las alas.

EL PROBLEMA DE LA SOCIEDAD EN PLATÓN

El pensamiento platónico parte de una motivación esencialmente política: la definición del Estado ideal. Dicho móvil aparece con precisión en la que aparece como su obra cumbre, "La República", que bien puede considerarse la primera utopía de la historia de Occidente (cuando se le pregunta a Sócrates cual de los estados existentes se ajusta mejor a su propuesta responde taxativamente: "Ninguno").

En esta obra, el tema que se discute inicialmente es el de la naturaleza de la justicia. La discusión deriva hacia el tema de cuál sería la mejor filosofía y organización del Estado, de tal forma que éste fuera perfecto, ideal. Para ello, Platón hace que Sócrates opine sobre la forma de educar a los hombres mientras instruye a los demás contertulios. Las ideas clave según el autor son la importancia de la educación de los guerreros para la posterior defensa del Estado, la obligación moral de ejercer la justicia y, finalmente, la declaración de que la república —según el modelo establecido en esta obra, muy distinto del sentido moderno que se asigna a la palabra república— es la mejor opción para organizar un Estado.

Platón desarrolla el intelectualismo moral de su maestro, Sócrates, al apostar por la educación de los mejores como vía para lograr la mejora de la sociedad. Su proyecto pedagógico contempla una formación progresivamente selectiva en la que todos son instruídos hasta los 20 años, los guerreros hasta los 30 y los filósofos hasta los 50, lo que, unido a un periodo de 15 años más, digamos que "de prácticas", les capacitaría para asumir el gobierno de la polis.

Bien es cierto que en su vejez Platón reformula las tesis optimistas de "La República" y, en vez de apostar por las capacidades de los gobernantes, prefiere el rigor de las leyes, tal como sostiene en su diálogo así titulado, en el que, frente al exilio que antaño decretaba para los poetas es ahora a la misma filosofía a la que repudia, y en el que propone como modelo de sociedad la de Esparta frente al referente imaginario de su obra de madurez.

En todo caso, Platón siempre se muestra como un defensor de la aristocracia (gobierno de los mejores). Cree que las formas que adopta el poder político en el estado tienden a degradarse progresivamente, por lo que aquella deriva pronto en 2º) timocracia (gobierno de los "honorables"); 3º) oligarquía (gobierno de los ricos); 4º) democracia (gobierno de una mayoría poco capaz) y, finalmente, por degeneración de aquella, 5º) una demagogia que acabará por derivar en tiranía.

EL PROBLEMA ÉTICO/MORAL EN PLATÓN

La ética de Platón está presidida por las nociones de orden y armonía, ideas que no solo se aplican a la vida individual sino -sobre todo- al funcionamiento de la ciudad. Por ello, existe en su pensamiento una estrecha correlación entre el alma humana y la sociedad.

El alma, sujeto del proceso de conocimiento, es entendida por Platón como una realidad compuesta, comparable a un carro tirado por dos caballos, que representan el apetito concupiscible (deseos instintivos) y el apetito irascible (deseos nobles de la voluntad). El conductor representa, en esta analogía, la razón, a la que corresponde guíar al carro. La armonía del alma es producida por la virtud: templanza para el instinto, fortaleza para la voluntad y prudencia para el entendimiento. De las tres deriva la justicia. Esta imagen o “mito del carro” se aplica también a la sociedad, dividida en productores, guerreros y filósofos, correspondiéndoles a estos últimos las responsabilidades de gobierno.

La justicia en el orden social se corresponde con la primacía del Bien en la jerarquía de las ideas, y es la condición para una existencia feliz en la ciudad. La organización racional de la vida política conduce a que cada individuo cumpla la función que le es más propia y, a la vez, a que reciba la educación que mejor se ajuste a sus dotes naturales.

EL CONOCIMIENTO EN ARISTÓTELES

Aristóteles, frente al concepto platónico de que los objetos del mundo físico “copian” un modelo preexistente y trascendente, la Idea o Universal, afirma que el proceso es el inverso: nuestro entendimiento conoce lo particular y concreto antes que lo universal y abstracto. No existe nada en la mente que antes no haya estado en los sentidos, por lo que los conceptos son el resultado de un proceso inductivo de abstracción, y no el inmutable punto de partida. El conocimiento es, de hecho, el proceso mediante el cual la mente puede captar la “forma” (cualidades esenciales) de las cosas, abstrayéndola de la “materia”.

El alma racional no puede pensar nada al margen de las representaciones que le facilitan los sentidos. Es por ello que la sensación es la base de un conocimiento cuyo proceso se da en orden ascendente, implicando tanto al “sentido común” -que capacita al alma para captar lo que un solo sentido no puede, como el movimiento-, como a la imaginación, mediante la cual las percepciones sensoriales dan lugar a imágenes o representaciones mentales que son como la “huella” que dejan los objetos en nosotros (sin que sea necesaria su presencia física).

El entendimiento, facultad racional exclusiva del hombre, interviene en el proceso tanto en su dimensión paciente -que recibe las imágenes de los objetos materiales, físicos-, como en su dimensión agente o activa, que abstrae de lo particular el universal que en él se encontraba en potencia (de ahí que el entendimiento paciente o pasivo también sea calificado por Aristóteles de “potencial” y el entendimiento agente de “actual”). Los conceptos o universales son, en consecuencia, construidos por comparación entre lo que de común tienen diversas realidades particulares.

Se construye así la verdad inductiva de la ciencia (“conocimiento cierto por las causas”), cuyo complemento es el carácter demostrativo del silogismo científico, razonamiento deductivo en el que la verdad de las conclusiones está garantizada por la verdad de las premisas de las que se parte.

NOTA IMPORTANTE:

En el caso de contestar el problema del conocimiento en un autor de filosofía antigua con el planteamiento de Aristóteles, habría que añadir a lo resumido en este apartado el referente a FÍSICA Y METAFÍSICA, que se expone a continuación.

ARISTÓTELES: FÍSICA Y METAFÍSICA (Añadir a CONOCIMIENTO)

Aristóteles fue discípulo de Platón en la Academia, y su sistema empirista se constituye a partir de la crítica a los postulados de su maestro. Él parte de la observación directa de la naturaleza y de los cambios que en ella ocurren. Esto le revela que la “Physis” es una realidad integrada por una multiplicidad de seres en movimiento (el concepto de ser se predica en sentidos diversos, por analogía). El cambio o movimiento es el paso de la potencia (capacidad que tiene una substancia de transformarse de acuerdo con su naturaleza) al acto (perfección actual que presenta).

Los objetos del mundo material son descritos como compuestos de materia (substrato o sujeto del cambio) y forma (principio fundante de la substancia individual). El cambio substancial es un cambio de forma, una metamorfosis. Cuando el cambio afecta a determinaciones formales externas (movimiento cualitativo, cuantitativo y local) hablamos de cambio accidental. Los accidentes son modos de ser que existen como afecciones de la substancia, que existe en sí. El cambio se explica a partir de cuatro causas: material, formal, eficiente (ser en acto del que proviene el movimiento) y final.

La metafísica es, en Aristóteles, el estudio del ser en general, de sus propiedades trascendentales y de las verdades evidentes e indemostrables. También caracteriza a la ciencia como conocimiento causal de lo universal y necesario, apoyado en una lógica cuya estructura deductiva consideraba Kant que Aristóteles había dejado “conclusa y perfecta”. Finalmente, son de reseñar sus aportaciones a la biología (clasificación de las especies en vertebrados e invertebrados, primera teoría de la generación y de los caracteres hereditarios), la psicología, la historia, y la estética.

EL PROBLEMA DEL HOMBRE EN ARISTÓTELES

Frente al dualismo de su maestro, Platón, Aristóteles concibe al ser humano como una sustancia única, compuesta de un cuerpo y un alma que se relacionan hilemórficamente. El alma es el principio vital, que en el hombre integra a la vez un nivel vegetativo (compartido con las plantas, y que lleva en sí las funciones de crecimiento, nutrición y reproducción), sensitivo (compartido con los animales) y racional (exclusivo del hombre y que le faculta para ejercer el pensamiento). El alma racional se subdivide en dos principios: uno activo (el entendimiento agente) y uno pasivo (el entendimiento paciente).

También en oposición a Platón, Aristóteles considera la unión cuerpo-alma como un compuesto substancial real que resulta provechoso al hombre, y no un castigo, como en la dualista concepción platónica de una unión accidental. Gracias al cuerpo el alma puede ejercer el conocimiento (en el cuerpo residen los sentidos, órganos en los que se inicia el proceso cognoscitivo), y todas sus funciones superiores. De ahí que la teoría del conocimiento sea para Aristóteles una parte de la Psicología, la cual a su vez se integra en la Física, pues la psicología se ocupa de un alma (psyché) que es principio de movimiento de algunos entes de la physis.

Solo podemos desarrollar nuestras potencialidades en el marco de la polis, ya que la ciudad es autosuficiente y el hombre no. Como expone el autor en su “Política”, el hombre es un animal social. Por ello, la ética aristotélica se subordina a la política. La misión y tarea del estado es la de garantizar el bien común, creando las condiciones de bienestar que posibilitan una vida buena. Respecto a la forma política del Estado admite como válidas tanto la monarquía como la aristocracia y la democracia, pero advirtiendo que las tres pueden corromperse para dar lugar, respectivamente, a la tiranía, la oligarquía y la demagogia.

EL PROBLEMA DE LA SOCIEDAD EN ARISTÓTELES

Aristóteles considera al hombre como el animal social por naturaleza. Su hábitat propio es la ciudad, donde puede desarrollar sus capacidades y se halla sometido a la justicia y a la ley. Solo en la comunidad política encuentra el hombre el bien, la felicidad que es su plena realización. Una manifestación de ese hombre social o político es la palabra, que frente a lo limitado de la manifestación sonora del animal, que solo acierta a expresar sensaciones, puede ser vehículo de sentimientos, ideas, conceptos, valores y juicios.

La auténtica misión y tarea del Estado es la de crear las condiciones para que se de una vida buena y perfecta: tiene que satisfacer las necesidades primarias y materiales de los ciudadanos, permitiendoles la vida buena que posibilita la felicidad. Respecto a la estructura del Estado admite como válidas todas las formas que sirven al bien común, ya sea que gobierne uno, una minoría o el pueblo, por lo que valora como positivas tanto la monarquía como la aristocracia y la democracia, en que el gobierno de la virtud es substituido por la ley supraindividual, pero advierte que las tres pueden corromperse para dar lugar, respectivamente, a la tiranía, la oligarquía y la demagogia, en que el bien común se ve supeditado a los intereses egoístas y manipuladore de particulares.

De forma análoga a cómo considera la virtud como término medio entre dos extremos, Aristóteles propone que una amplia clase media es el ideal de estabilidad de la ciudad, puesto que el exceso de ricos lleva a la ambición y el de pobres a la inestabilidad y a las revoluciones.

La felicidad, que es el fin del Estado, solo es alcanzable para los ciudadanos libres (guerreros, sacerdotes y magistrados), lo cual excluye a los esclavos y a las mujeres, así como a artesanos, labradores y mercaderes, puesto que los afanes con que han de ganarse la vida les imposibilitan el mínimo de ocio y despreocupación que requiere la vida intelectual y contemplativa, única que conduce a la felicidad. De este modo, Aristóteles defiende los intereses de la clase aristocrática que quiere mantenerse como élite privilegiada.

EL PROBLEMA ÉTICO/MORAL EN ARISTÓTELES

Frente a Platón, Aristóteles considera que existen una multiplicidad de bienes, es decir, de fines. La cuestión es saber cuál es el fin perfecto. De acuerdo con nuestra naturaleza racional, concluye que éste sólo puede ser la felicidad que proporciona la vida intelectual. No obstante, este tipo de felicidad está reservada a unos pocos, puesto que una vida contemplativa, como aquella que Aristóteles propone, solo está al alcance de quien tiene ya resueltas las necesidades vitales básicas. En relación con el ideal ético propone tres modelos de hombre: el hombre vulgar, el hombre refinado y el hombre contemplativo, que es quien se halla más cerca de la perfecta dicha que constituye la existencia de los dioses.

La felicidad tal como es concebida en la ética eudemonista del autor es un bien perfecto, definitivo y autosuficiente. No consiste en una pasividad satisfecha, sino más bien en “una cierta actividad del alma conforme a la virtud perfecta”.

La virtud (areté) será la excelencia en el uso de la razón conquistada por medio del esfuerzo voluntario y libre. Aristóteles clasifica las virtudes en dianoéticas (intelectuales) y éticas (morales) y señala el “justo medio” como ideal ético.

Solo podemos desarrollar nuestras potencialidades en el marco de la polis, ya que la ciudad es autosuficiente y el hombre no. Siendo el hombre es un animal social, la ética aristotélica se subordina a la política. La misión y tarea del estado es la de garantizar el bien común, creando las condiciones de bienestar que posibilitan una vida buena.

EL PROBLEMA DE DIOS EN ARISTÓTELES

Aristóteles integra en su sistema empirista una noción puramente racional de Dios que sirve como instancia explicativa del mundo, como Causa Primera que cancela la posibilidad de diluir en una regresión infinita la explicación última del Cosmos. Desarrolla esta noción, bajo dos aspectos distintos, pero complementarios, en el libro VIII de la Física (desde el punto de vista del movimiento) y en el libro XII de la Metafísica (desde el punto de vista de la substancia).

Desde el punto de vista de la física el Universo nos remite a un Primer Motor Inmóvil, origen del movimiento de todo el Universo. La argumentación parte del principio de causalidad, que aplicado al movimiento puede formularse así: “Todo lo que se mueve es movido por otro”. Partiendo de esta evidencia, Aristóteles asciende hasta considerar que sin un primer motor como causa eficiente de la cadena causal que hace del Universo algo dinámico, no existiría movimiento alguno. El primer motor comunica un movimiento que no ha recibido de causa eficiente alguna, por lo cual es inmóvil.

Desde el punto de vista de la metafísica, Aristóteles parte del razonamiento que establece que si toda sustancia fuese corruptible, ninguna habría podido llegar a ser, por lo que nada existiría (lo contingente alguna vez no fue). Además, nada se mueve de la potencia al acto sino por un ser en acto. Por tanto, el principio que explica la serie de generaciones de entes corruptibles no puede ser un ser corruptible, sino un ente atemporal sin composición de potencia, el Acto Puro o Dios.

¿De qué modo puede mover el Primer Motor permaneciendo absolutamente inmóvil? ¿Hay algo capaz de mover sin moverse a sí mismo? Aristóteles responde señalando como tales los objetos del deseo y de la inteligencia. El objeto del apetito es lo bello y lo bueno, que atraen el apetito sin moverse a sí mismos. De este tipo es también la causalidad ejercida por el Acto Puro, análoga al modo en que el objeto del amor mueve al amante.

En conclusión, la noción aristotélica de Dios (que luego retomará Tomás de Aquino en sus tres primeras Vías) es la de una realidad singular, Primer Motor y Acto Puro, carente de potencialidad, materia o extensión; indivisible, impasible e inalterable.

EL CONOCIMIENTO EN SAN AGUSTÍN

La teoría del conocimiento de Agustín de Hipona discurre por cauces heredados de Platón, pero cuenta además con la incorporación de la doctrina de la revelación cristiana. San Agustín considera que tanto la razón como la fe tienen como finalidad el esclarecimiento de la verdad ("Creo para entender, entiendo para creer").

El hombre es concebido como un alma que opera a través de lo corporal y posee dos grados de conocimiento: la sensación, que nos presenta los objetos físicos y materiales, y la intelección, por la cual el alma aprende las verdades necesarias e inmutables (las ideas platónicas) que halla en sí.

No obstante la mera razón humana (“razón inferior”) no puede traspasar ciertos límites, por lo que necesita la ayuda divina para así cumplir con su cometido y transformarse en una “razón superior” de mayor alcance.

Dios es la fuente de todos los conocimientos universales, por lo que su acción en el alma posibilita que ésta lo encuentre en sí misma: “Si no creéis no comprenderéis.” El camino hacia ese descubrimiento es la introspección o mirada interior: “No vayas fuera de ti, en el interior del hombre habita la verdad”.

Su pensamiento, síntesis del platonismo y el cristianismo, identifica las ideas de Platón con los contenidos eternos de la mente divina, los patrones o arquetipos de acuerdo con los cuales Dios creó el mundo de la nada.

Al crear la materia Dios puso en ella un reflejo de las ideas en forma de “razones seminales”, en las cuales se hallan inscritas las posibilidades de todo lo existente. Entre las realidades creadas, el alma humana, sustancia activa de naturaleza espiritual, goza de la posibilidad otorgada por Dios en forma de “iluminación”, de acceder al conocimiento de las ideas universales o esencias de las cosas. Es Dios quien las alumbra en nosotros, dándonos así una especie de visión superior, divina, de todo cuanto nos rodea.

EL PROBLEMA DEL HOMBRE EN SAN AGUSTÍN

La antropología agustiniana es de raíz platónica aunque con matices diferentes. Como en Platón el hombre está compuesto por dos sustancias distintas, una espiritual y otra material. Sin embargo, San Agustín desea hacer hincapié en la espiritualidad humana, por lo que define al hombre como “un alma racional que se sirve de un cuerpo mortal”. No recoge tampoco la minusvaloración platónica del cuerpo, que, como obra creada por Dios, goza de majestad y dignidad. En la teología patrística, y de acuerdo con la doctrina de San Pablo, el cuerpo es "templo del Espíritu Santo".

Respecto a las capacidades cognoscitivas del alma San Agustín distingue entre lo que llama razón inferior y la razón superior. La razón inferior tiene como objeto la ciencia, es decir, el conocimiento de las realidades sensibles y sujetas a cambios. Por su parte, la razón superior tiene como objeto la sabiduría, el conocimiento de lo inteligible, de las ideas con el fin de elevarse a Dios. Esta razón, precisa de la iluminación divina.

Sin embargo, en contraposición con la doctrina platónica, San Agustín niega la teoría de la transmigración de las almas y de su preexistencia antes de habitar un cuerpo, ya que las exigencias del cristianismo lo impiden. Por eso, resuelve el problema de la transmisión del pecado original por medio del traduccionismo, doctrina según la cual las almas de los hijos provienen de las de los padres.

Para San Agustín, la voluntad tiende necesariamente a la felicidad, que es Dios. Sin embargo, puesto que el hombre es libre de elegir entre el bien y el mal, en ocasiones se engaña con los bienes mutables en lugar de tender al único bien inmutable, y se aleja del único objeto que produce verdadera felicidad.

Agustín de Hipona afirma que el mal no es nada real sino la ausencia del bien. Al no ser algo positivo no puede ser atribuido a Dios ni a una causa o principio del mal. El mal es una carencia, y por tanto no posee entidad alguna.

EL PROBLEMA DE LA SOCIEDAD EN SAN AGUSTÍN

San Agustín es, de alguna manera, el padre de la moderna filosofía de la historia, al concebir ésta como un avance constante hacia la manifestación plena de Dios al final de los tiempos. Clausura, de esta manera, la concepción griega de un tiempo cíclico que se repite a sí mismo, posibilitando la moderna noción de progreso. Expone dicha doctrina en su obra "La ciudad de Dios".

San Agustín pretende encontrar a la Historia un sentido cristiano. La perspectiva que utiliza a la hora de analizar la historia es de tipo moral. De esta forma, distingue dos categorías de hombres: los que se quieren a sí mismos hasta despreciar a Dios y los que aman a Dios hasta el desprecio de sí mismos. Los primeros constituyen la ciudad terrena y los segundos la ciudad de Dios.

Aunque una interpretación apresurada nos podría llevar a identificar la ciudad terrena con el Estado y la ciudad de Dios con la Iglesia, no es este el sentido que tiene esta distinción. Las dos ciudades se encuentran entremezcladas y la separación de las dos clases de hombres solo tendrá lugar al final de la Historia.

En cualquier caso lo que sí parece claro es que San Agustín cree que un Estado solo alcanzará la justicia cuando esté inspirado en las directrices cristianas. Esta idea se podría entender como la defensa de la primacía de la Iglesia sobre el Estado. La Iglesia ha de conformar moralmente al Estado, ya que, al estar inspirada en las verdades y principios del cristianismo, es la única sociedad perfecta. Esta interpretación fue la que presidio las relaciones Iglesia- Estado a lo largo de toda la Edad Media.

EL PROBLEMA DE DIOS EN SAN AGUSTÍN

El tema que más ocupa a San Agustín es el tema de Dios.

Para Agustín de Hipona la auténtica prueba de la existencia de Dios parte de las ideas. Dado que descubrimos en nuestra alma verdades inmutables a pesar de nuestra mutabilidad, éstas deben provenir de un Ser que sea inmutable y este Ser es Dios.

Así pues, la búsqueda de la verdad en el interior de nuestra alma, nos conduce a Dios pero eso no significa que podamos conocer su naturaleza. Ésta es infinita y nuestra alma, finita. Solo podemos acercarnos a su conocimiento negando las cualidades humanas que son limitadas. Por ejemplo, si sabemos que los seres creados son mutables, deberemos concluir que Dios es inmutable: “Solo aquel que no cambia ni puede cambiar es verdaderamente el Ser”.

Dios ha creado todos los seres mutables y lo ha hecho de la nada. Así pues Dios es absolutamente trascendente, es decir, no forma parte del mundo creado. No obstante las esencias de todas las cosas se encontraban en la mente de Dios como ejemplares o modelos de las cosas. Este es el llamado “ejemplarismo divino”, que se complementa con la teoría de las “razones germinales”: En el momento de la creación Dios depositó en la materia una especie de semillas, las razones seminales, que dadas las circunstancias necesarias germinarían dando lugar a la aparición de nuevos seres que se irían desarrollando con posterioridad.

En el acto de la creación Dios crea, pues, unos seres en acto y otros en potencia, como razones seminales, por lo que todos los seres naturales habrían sido creados desde el principio del mundo, aunque no todos existirían en acto desde el principio.

EL PROBLEMA ÉTICO EN SAN AGUSTÍN

La ética agustiniana, aunque inspirada directamente por los ideales morales del cristianismo, aceptará elementos procedentes del platonismo y del estoicismo. Así, compartirá con ellos la conquista de la felicidad como el objetivo o fin último de la conducta humana; este fin será inalcanzable en esta vida, dado el carácter trascendente de la naturaleza humana, dotada de un alma inmortal, por lo que sólo podrá ser alcanzado mediante el amor que impulsa al hombre hacia Dios.

Los principales temas morales de San Agustín son la libertad y el mal.

La libertad es una de las características con las que Dios ha creado al hombre, que de esta forma puede elegir entre el bien y el mal. Dios sabe con antelación cual va a ser el resultado de la vida de cada ser humano, pero respeta las decisiones de los hombres.

El libre albedrío es la capacidad de decidir pero teniendo en cuenta que, desde el pecado original, está orientada al mal. El hombre solo puede vencer esta orientación al mal con el auxilio de la gracia que le otorgan los sacramentos.

Para San Agustín el mal no es una forma de ser, sino su privación; no es algo positivo, sino negativo: carencia de ser, no-ser. Todo lo creado es bueno, ya que el ser y el bien se identifican.

EL PROBLEMA DE DIOS EN TOMÁS DE AQUINO

Dios es el creador, la Causa Primera, puesto que todo lo que existe ha sido creado por él y es él el que mantiene su existencia. Es un ser necesario, eterno e inmutable, que lo conoce y lo puede todo. Representa la perfección absoluta y es autosuficiente: no depende, en ningún caso de la Creación, sino que toda la Creación es la imagen de Dios. En la Creación aparecen movimientos o cambios, que proporcionan a los entes la capacidad de perfeccionarse, adquiriendo o perdiendo propiedades. Estos cambios pueden ser sustanciales (afectan a las características esenciales) o accidentales (no afectan a las características esenciales).

Sto. Tomás afirma que es posible la demostración de la existencia de Dios a través de la experiencia sensible, a posteriori. Para ello, se pueden escoger dos caminos: uno negativo, que trata de la exclusión de aquello que no se le puede atribuir (Teología negativa); o uno afirmativo, que consiste en atribuir a Dios las características positivas del hombre.

Para llegar a conocer la existencia de Dios tenemos que recurrir a unas pruebas racionales llamadas Vías, que son argumentos cosmológicos puesto que parten del mundo sensible y van hacia Dios. Son demostraciones a posteriori.

Todas las vías tienen un esquema argumentativo similar:

- El punto de partida es un dato real de experiencia sensible del mundo físico, el efecto.

- En un segundo momento, se aplica el principio de Causalidad (todo efecto tiene una causa y esta debe tener tanta realidad o más que el efecto para producirlo).

- En el tercer momento se niega la posibilidad de que estas causas lleguen al infinito.

- Por último, se concluye en la necesidad de la existencia de un ser supremo.

Las cinco vías son:

1. Vía del movimiento. Parte de la observación de la existencia de movimiento y termina afirmando la existencia de Dios como Motor Inmóvil.

2. Vía de la causalidad. Parte de la existencia de causas en el mundo y concluye en la existencia de una Causa Incausada.

3. Vía de la contingencia. Parte de la contingencia del mundo para llegar a la existencia de un ser Necesario.

4. Vía de los grados de perfección. Parte de la existencia de diferentes grados de perfección en las cosas de este mundo y termina proponiendo la existencia de un ser perfectísimo como causa última.

5. Vía teleológica o finalista. Desde el orden del mundo (todos los seres, incluso los irracionales, actúan por un fin) hasta la inteligencia suprema ordenadora.

Según Sto. Tomás, conocemos las características divinas mediante la analogía: el hombre es análogo a Dios, semejante, pero en distinta proporción.

EL CONOCIMIENTO EN TOMÁS DE AQUINO

Tomás de Aquino distingue entre dos tipos de conocimiento: el conocimiento sensible, que es el conocimiento directo que tenemos de los objetos individuales a través de los sentidos; y, el conocimiento intelectual, que comprende los juicios elaborados por nuestro intelecto acerca de los objetos individuales.

Santo Tomás sigue la explicación empirista del conocimiento ofrecida por Aristóteles: el entendimiento posee dos capacidades: la de abstracción que permite universalizar, es decir, pasar de la percepción sensible al concepto y la de conocer universalmente (que es la única forma posible de conocer). Mientras que la primera se realiza gracias al entendimiento agente, la segunda, la lleva a cabo el entendimiento paciente. Por ello, el proceso de conocimiento tiene tres fases:

1. Las percepciones sensibles dejan en la imaginación una imagen o “fantasma”.

2. El entendimiento agente abstrae de esas imágenes los conceptos universales y desentiende los particulares.

3. El entendimiento paciente produce el concepto universal o “verbum mentis”.

Todo conocimiento humano es, en última instancia, un conocimiento de Dios. Toda verdad está conectada con Dios, tanto en el sentido de que Dios es el creador, sostenedor y lo que da inteligibilidad a todo lo que es real (sin lo cual no podría haber verdad alguna) como en el sentido de que conocemos a Dios en su creación, pues el mundo es la "revelación física" de Dios. Por lo demás, el objetivo supremo del hombre es la visión de Dios en la otra vida, es decir, un conocimiento puramente intelectual y directo de Él.

Mediante la revelación, conocemos a Dios como causa de sí mismo y de la creación; mediante la razón, conocemos a Dios "a posteriori", a través de las cosas creadas.

Para Tomás de Aquino no hay diferencia entre razón y fe en cuanto a los contenidos, aunque sí en cuanto al método que ambas utilizan y la dirección del proceso cognoscitivo. Santo Tomás distingue entre: verdades naturales, que proceden de la razón humana, con valor demostrativo y que dan lugar a la filosofía y poseen leyes y métodos propios, y verdades sobrenaturales, que proceden de la revelación y de la fe. Algunas de éstas se encuentran al alcance de la razón, y otras la exceden. Ambos conocimientos provienen en último término de Dios, por lo que entre ellos no puede haber contradicción. De esta forma, Sto. Tomás rechaza la teoría averroísta de la doble verdad y por el contrario, considera a fe y razón complementarias, estableciendo la existencia de un terreno "común" a la filosofía y a la teología, que viene representado por los llamados "preámbulos" de la fe, ya que las dos tienen el mismo origen: Dios; aunque la Fe se considera más importante que la razón, a la que caracteriza como "ancilla theologie" (sierva de la teología).

EL PROBLEMA DEL HOMBRE EN TOMÁS DE AQUINO

La concepción del ser humano en Sto. Tomás está basada en la teoría aristotélica, pero conciliada con las creencias básicas del cristianismo: la inmortalidad del alma y la creación. El ser humano es un compuesto sustancial de alma y cuerpo, representando el alma la forma espiritual y el cuerpo la materia de dicha sustancia.

Sto. Tomás afirma la unidad hilemórfica del ser humano, que constituye una unidad en la que existe una única forma sustancial, el alma racional, que informa inmediata y directamente a la materia dando lugar al compuesto "hombre”.

El alma es el principio vital, y su relación con el cuerpo es natural.

En sus funciones vegetativas el alma se ocupa de todo lo relacionado con la nutrición y el crecimiento. En sus funciones sensitivas el alma regula todo lo relacionado con el funcionamiento de los sentidos externos, así como la imaginación y la memoria. En sus funciones racionales santo Tomás distingue como facultades propias del alma el entendimiento (agente y paciente) y la voluntad, con la que trata de explicar el deseo intelectual.

El alma racional es capaz de conocimiento en la medida en que, mediante un proceso de abstracción, el entendimiento agente puede “despojar” de lo material a los objetos percibidos por los sentidos, quedándose con su forma universal, por lo que conocemos esencias en la medida en que el entendimiento paciente puede “reconocer” lo universal que hay en cada objeto concreto.

Finalmente, el concepto de ley natural vertebra la teoría política de Santo Tomás. Si el hombre es un ser sociable deberá buscar la felicidad dentro de la sociedad, pero ésta necesita una ley positiva que concrete los preceptos genéricos de la ley natural, con la que no puede entrar en conflicto so pena de perder su legitimidad.

EL PROBLEMA DE LA SOCIEDAD EN TOMÁS DE AQUINO

La doctrina política de Sto. Tomás es una síntesis de la política aristotélica y de sus creencias cristianas. El hombre tiene un fin sobrenatural (contemplar a Dios), pero debe conseguirlo mediante su actividad y su vida en el Estado; a pesar de que solo lo alcanzará de forma completa en la otra vida.

El Estado es una institución natural fundamentada en la naturaleza del hombre puesto que el hombre es un ser político -de acuerdo con la vieja definición aristotélica-, que necesita vivir en comunidad. Es por esto, que el Estado debe procurar el bien común como principio de legitimidad política. Para ello debe buscar la paz, el bienestar y la felicidad de los ciudadanos, para que éstos vivan virtuosamente y alcancen el fin que les es propio: la salvación eterna.

La monarquía es la forma de gobierno más acorde con el plan divino, y su cometido es servir al pueblo y mantener una conducta apropiada. Las leyes contrarias a la ley divina deben rechazarse y es lícito no obedecerlas.

Sto. Tomás defiende la independencia entre la Iglesia y el Estado, y la subordinación del poder político a la Iglesia solo en los asuntos que incumban a la religión.

EL PROBLEMA ÉTICO EN TOMÁS DE AQUINO

La ética de Sto. Tomás se asemeja a la aristotélica, en el sentido de que es eudemonista (considera que el fin de la conducta humana es la felicidad) y teleológica (los hombres actúan proponiéndose fines y escogiendo los medios adecuados para conseguirlos).

La vida del hombre no se agota en la tierra, por lo que la felicidad no puede ser algo que se consiga exclusivamente en el mundo terrenal; puesto que el alma del hombre es inmortal, el fin último de las acciones de éste trasciende la vida terrestre y se dirige hacia la contemplación de la primera causa y principio del ser: Dios.

Santo Tomás añade que esta contemplación no la puede alcanzar el hombre por sus propias fuerzas, dada la desproporción entre su naturaleza y la naturaleza divina, por lo que requiere, de alguna manera, de la ayuda de Dios (la gracia), en forma de iluminación especial que permitirá al alma adquirir la capacidad necesaria para alcanzar la visión de Dios.

Sto. Tomás considera que todos los hombres tienen el deseo de contemplar a Dios, y es por esto que todos ellos poseen los elementos necesarios -las virtudes- para alcanzar ese fin. Las virtudes pueden ser de dos clases: morales, cuyo fin es escoger libremente en la vida sensible las conductas buenas, como son la prudencia, la fortaleza, la justicia y la templanza; e intelectuales, como el arte, la inteligencia, la ciencia y la sabiduría. A esas virtudes se añaden las virtudes sobrenaturales (llamadas también "teologales": fe, esperanza y caridad), cuyo fin es la unión con Dios.

El acto moral es un acto libre de la voluntad destinado a conseguir un bien. Un acto es moral (bueno o malo) si es deliberado. Será bueno si, siendo deliberado, está de acuerdo con el orden de la razón, es decir, si está en armonía con el fin último y, por tanto, contribuye a la realización de la esencia del hombre. Por el contrario, será malo, si no está de acuerdo con él.

Al reconocer el bien como el fin de la conducta del hombre, la razón descubre su primer principio: se ha de hacer el bien y evitar el mal. Este principio es la base de la Ley Moral Natural, es decir, el fundamento de toda conducta. De este principio derivan tres preceptos:

- Conservar la vida

- Transmitir la vida para garantizar la especie.

- Buscar el conocimiento de la verdad sobre Dios y vivir en sociedad.

La afirmación de que el hombre es el producto de la creación corresponde a la Ley Eterna.

De la ley natural emanan las Leyes Humanas Positivas, que son aceptadas si no contradicen la ley natural y rechazadas o consideradas injustas si la contradicen.

EL CONOCIMIENTO EN DESCARTES

Descartes es el máximo representante del racionalismo europeo del Siglo XVII. Su pensamiento es una incesante indagación en busca de la certeza que parecía negada a la filosofía, campo de opiniones contrapuestas donde ningún criterio de verdad parecía servir para discriminar el acierto del error. Frente a esa caótica situación, el pensador francés pretende convertir a la filosofía en un saber riguroso, definido por los elementos con los que la epistemología -ya en su época- concibe cada ciencia: objeto y método. De su preocupación metodológica da fe el título de su obra más conocida, el “Discurso del método” (1637). En ella extrapola a la filosofía las reglas o preceptos, extraídos de la lógica, la geometría y el análisis matemático, cuya aplicación ha tenido como fruto la fiabilidad y el rigor de dichos saberes. Estas reglas son: 1) no admitir como verdadero ningún enunciado cuya verdad no sea evidente; 2) dividir cada dificultad en las partes necesarias para su resolución; 3) razonar ordenadamente, procediendo de lo simple a lo complejo; y 4) revisar y comprobar todos los pasos para descartar errores.

En aplicación del primer precepto del método, Descartes busca un punto de partida obvio, una idea clara y distinta. El modo de hallarlo es la aplicación sistemática de la duda. Es el propio hecho del pensamiento, cuyo sujeto es el “yo”, el que se revela en ese proceso como una evidencia absoluta. La proposición “Cogito, ergo sum” (Pienso, luego existo) va a ser el fundamento de su filosofía.

El “yo” que revela el “cogito” es presentado como una substancia cuya esencia es el pensamiento. Sus ideas son clasificadas por Descartes en adventicias (provenientes de una hipotética experiencia externa), ficticias (imaginarias) e innatas. De entre estas últimas es la de Dios (“res infinita”) el “resorte” que va a permitir el avance de su sistema, en tanto va a garantizar la fiabilidad de cuanto concibo de forma clara y distinta, en la medida en que un defecto de la razón implicaría un inconcebible defecto divino.

La realidad material es asumida en su sistema a partir de la cualidad que se presenta más evidente a la razón: la extensión. En consecuencia, hay que afirmar la existencia de dos formas distintas de realidad finita, dos sustancias: la “res cogitans” (pensamiento, ideas, ...) y la “res extensa” (materia). Ese dualismo es planteado tan radicalmente que la interacción alma-cuerpo queda sin una explicación concluyente, pese a que Descartes la remite a la “glándula pineal”.

EL PROBLEMA DE DIOS EN DESCARTES

El problema del conocimiento en Descartes es indisociable del problema de Dios, en tanto que el Dios que aparece en sus “Meditaciones” fundamenta la verdad de nuestras intuiciones. Sólo aceptando la existencia de un Dios racional puede la mente puede razonar con verdad y no caer en el error.

Pero las dificultades son muchas para demostrar la existencia de Dios, porque Descartes, si quiere ser consecuente con su sistema, no puede "demostrar" a Dios recurriendo a la experiencia sensible (como había hecho Tomás de Aquino), pues de ella se puede dudar, como de la existencia del mundo. En lo único en que podemos basarnos es en nuestro propio yo pensante. Hay que demostrar la existencia de Dios por una intuición, semejante a la del cogito.

Profundizando en el yo pensante, Descartes considera las ideas. De todas ellas se pregunta su origen, es decir, ¿las ha producido este mismo yo pensante? Y se topa con una idea, la única, que no puede haber producido el yo, la idea de Dios. Su "demostración" se basa en que el yo no concibe cómo ha surgido en él la idea de Dios, mientras que de todas las demás se puede imaginar que haya surgido del yo. La prueba se basa, pues, en la intuición de que la idea de Dios no procede de uno mismo. Ha sido puesta, como una idea innata, en el yo pensante por Dios. Por lo tanto, al exigirse tanta realidad en la causa como en el efecto, la idea de Dios proviene de la realidad de Dios, luego Dios existe.

Descartes considera tres pruebas de la existencia de Dios, dos en aplicación del principio de causalidad y la última por el análisis de la idea de perfección. Las dos primeras solo se distinguen en un matiz. Lo que distingue a Descartes es su punto de partida; en su filosofía el único posible es el "yo", con sus ideas, puesto que en el punto de desarrollo de su sistema en que hace acto de presencia la idea de Dios aún ignoramos si existe otra cosa, por lo que el problema que viene Dios a solucionar es el del solipsismo (el supuesto de que solo existe una conciencia pensante en el Universo, la mía):

1ª prueba: Tenemos la idea de un ser perfecto por el solo hecho de darnos cuenta de que es imperfecto dudar. ¿De dónde proviene esa idea? No de mí, porque en la causa debe haber al menos tanta realidad como en el efecto. Por tanto, la causa de la idea de perfección no puede ser otra que el mismo ser perfecto.

2ª prueba: Soy imperfecto, puesto que dudo, pero tengo la idea de perfección. Por consiguiente, la poca perfección que poseo no proviene de mí, ya que, si así fuera, yo sería capaz de darme todas las perfecciones posibles. En consecuencia, yo dependo de una causa que posee por sí misma toda perfección.

3ª prueba: Se retoma el argumento ontológico de San Anselmo ("Proslogion", siglo IX) como una ampliación del argumento que me ha dado la existencia del yo. Su punto de aplicación es la idea del ser perfecto, en la que está comprendida la existencia del mismo ser, puesto que la existencia es la primera de las perfecciones y sería contradictorio negar la existencia de dicho ser (el ser perfecto no sería perfecto).

La base del argumento de Descartes es una idea innata, que, en el fondo, no es otra cosa que una intuición confusa de la esencia divina. Desde esta perspectiva se podría pensar que el argumento es válido, puesto que consiste solo en esclarecer un conocimiento que ya se tenía. No es una prueba, una demostración, pero es que ésta en el planteamiento de Descartes no se necesita, puesto que se tiene ya una intuición. Por tanto, el argumento es válido si se da como el desarrollo de una idea, pero en cuanto a saber si tenemos una idea innata de Dios, ésa es otra cuestión, y es de temer que la respuesta sea negativa.



Dios, caracterizado en la visión de Descartes por su causalidad y veracidad, se erige ahora en el garante de la verdad de nuestros razonamientos. Como Dios no puede engañar, porque supone defecto, la luz natural de la razón es recta, puesto que ha sido creada por Dios. La veracidad divina garantiza el valor de las ideas claras y distintas: lo que concibo claramente es tal como me lo presento. Queda así fundado el criterio de evidencia: “No es posible que me engañe en lo que parece evidente, porque el error provendría de Dios”.

EL PROBLEMA DEL HOMBRE EN DESCARTES

Toda la antropología cartesiana descansa sobre la distinción entre el cuerpo y el alma, dos substancias completas e independientes entre sí. La esencia de la substancia “cuerpo” es la extensión, mientras que la de la substancia “alma” es el pensamiento. El alma es una realidad auto-consciente, más conocida, más evidente y más cierta que el cuerpo. Posee ideas innatas y es inmortal. El cuerpo se explica totalmente por las leyes del movimiento, dado que es un mecanismo físico. El alma, espíritu puro, es en cuanto a realidad pasiva, entendimiento, y en cuanto a realidad activa, voluntad.

Una antropología tan radicalmente dualista plantea el problema de explicar la interacción entre ambas, problema que el racionalismo post-cartesiano va a denominar el de la “comunicación de las sustancias” (“res cogitans” el alma y “res extensa” el cuerpo). Si el cuerpo subsiste como autómata y el alma como espíritu pensante, ¿Cómo se establece su unidad?

Descartes acaba por presentar la unidad del hombre como un hecho irracional al hacer de la “glándula pineal” (la epífisis), situada entre los dos hemisferios del cerebro, la sede del alma. Desde allí dirigiría los movimientos corporales, originando una doble circulación hacia el alma y hacia y el cuerpo de los impulsos de la voluntad, los humores, y los “espíritus animales” que se originan en el organismo (haciendo aquí gala el pensador de unas concepciones fisiológicas aún ancladas en una medicina nada “moderna”).

EL PROBLEMA ÉTICO EN DESCARTES

Descartes buscará deducir de su método, al igual que una ontología, una moral, culmen de su sistema, proyecto que su muerte frustró (la “Ética demostrada al modo geométrico” de Spinoza puede leerse como una posible concreción de ese proyecto). No obstante, plantea la necesidad de atenernos a una moral provisional mientras el entendimiento sea presa de la duda, moral conformista y voluntarista cuya finalidad es vivir del mejor modo posible hasta la concreción de su moral definitiva, y cuyos enunciados expone en la Tercera Parte del "Discurso del Método": 1º) "Obedecer las leyes y costumbres de mi país"; 2º) "ser tan fuerte y tan resuelto en mis acciones como pueda"; 3º) "Vencerme antes a mí que a la fortuna y cambiar mis deseos antes que el orden del mundo" y 4º) "emplear toda mi vida en cultivar mi razón y avanzar cuanto pueda en el conocimiento de la verdad".

La moral definitiva no fue redactada jamás. Los esbozos de lo que iba a ser, en los que laten ciertas resonancias de los estoicos, están contenidos en una serie de cartas. Parece ser que contendrían tres preceptos, que prácticamente se corresponden con los tres últimos de la moral provisional: 1º) "El hombre tiene que intentar utilizar siempre su razón en la contemplación de la verdad"; 2º) "Tener una firme y constante resolución de ejecutar todo cuanto la razón aconseje, sin que las pasiones ni los apetitos nos desvíen de ello" y 3º) "No desear lo imposible, y no arrepentirse de los propios errores".

EL CONOCIMIENTO EN HUME

Hume engloba tanto la estimulación de los sentidos como las ideas del entendimiento bajo el concepto de “percepción”. Nuestro conocimiento está constituido por percepciones, de las cuales las inmediatas, representaciones actuales intensas y precisas, constituyen las “impresiones”, siendo las “ideas” copias débiles e imprecisas de aquellas. La mente conserva las ideas mediante la memoria y las combina mediante la imaginación, proceso que permite obtener ideas complejas a partir de las simples. Ese proceso ocurre merced a las leyes de la asociación: semejanza, contigüidad espacio-temporal o relación causa-efecto.

En su construcción de las ideas, sobre todo las compuestas, la conciencia tiende a generar supuestos y conceptos falsos, sin correlato real alguno, nociones como “causa” o “substancia” para las que no existe una sensación que les corresponda. Al demoler la noción metafísica de “substancia” Hume afirma que incluso el “yo”, tan caro al pensamiento cartesiano, revela su carácter de construcción, de pretendido núcleo inalterable de la personalidad que acaba por revelarse como falso. En cuanto a la idea de “causación”, es un añadido injustificado a lo que no es sino la constatación de una sucesión en el tiempo, sin que seamos capaces de percibir la conexión interna entre dos fenómenos.

El límite del conocimiento humano está establecido por las impresiones: una idea es verdadera cuando le corresponde una impresión sensible; si no se encuentra ninguna impresión que conecte una idea con una experiencia, entonces la idea es falsa. Este “principio de la copia” conlleva una consecuencia implacable para el conocimiento científico: deslegitima completamente su capacidad para establecer predicciones, dado que una impresión futura -meramente hipotética- no puede fundamentar un conocimiento presente. Cualquier predicción es, en definitiva, producto del hábito o la costumbre: esperamos que la realidad se comporte tal como en el pasado ha venido ocurriendo; solo que tal expectativa no es en propiedad un conocimiento legítimo, sino una creencia.

Un conocimiento basado en la experiencia no puede, además, ser universal y necesario, puesto que la experiencia es siempre concreta y particular. Dado que solo la asociación habitual entre ideas genera la creencia en la existencia de un mundo exterior uniforme y regular, la filosofía de Hume conduce a un escepticismo que no salva ya ninguna verdad absoluta, sino que manifiesta un profundo espíritu anti-dogmático.

LA ÉTICA EN HUME

La bondad o maldad de las acciones humanas no puede basarse, según Hume, en la razón, sino que se fundamenta en los sentimientos, lo que le conduce a la formulación de una ética emotivista, consecuente con su crítica tanto a los conceptos metafísicos como a la llamada "falacia naturalista" (definir lo bueno -lo que "debe ser"- partiendo de lo que "es").

Si el conocimiento es sólo de hechos, los juicios morales no tienen sentido, pues, ¿qué impresiones de bondad o maldad tenemos? Es obvio que existe una aprobación o desaprobación espontánea frente a determinadas acciones, pero esa reacción inmediata no es fruto de un análisis especulativo de las mismas, sino que constituye una respuesta emocional, algo de índole afectivo.

Para que exista un juicio moral se precisa algo más que la información que la razón nos aporta, y ese "algo más" es el sentimiento. Los juicios de aprobación o reprobación -bueno o malo- que formula nuestra naturaleza son juicios de hechos particulares y, por lo tanto, no son necesarios, como ocurriría en el caso de que derivaran de la razón. No obstante Hume afirma, contra el peligro del mero subjetivismo ético, la existencia de un sentimiento moral universal, que produce espontánea aceptación o rechazo de la conducta, con lo que su ética entronca con el utilitarismo. El sentimiento social más determinante de nuestros juicios será la empatía, la capacidad de sentirnos afectados por las emociones del otro. Desarrollando este enfoque ético y antropológico de Hume, cabe concluir que, a nivel humano, el mal es la insensibilidad.

EL PROBLEMA DEL HOMBRE EN ROUSSEAU

Rousseau considera que lo que define al hombre es la libertad. El hombre es el animal capaz de escoger. Libre, bueno y aislado en su origen, ha de sumar su fuerza a la de sus semejantes empujado por la pulsión de la supervivencia. Es la necesidad lo que da origen a la sociedad. En ésta, y frente a la bondad del “buen salvaje”, el “hombre histórico”, moldeado por la educación y la cultura, presenta una lamentable degeneración.

¿Cuál es el remedio a este estado de cosas? ¿Es inevitable ese proceso de corrupción? Rousseau entiende que no, dado que la educación, a la que dedica su tratado “Emilio”, puede corregir el estado actual de cosas si respeta el proceso de aprendizaje natural del niño, fortaleciendo y desarrollando sus sentimientos naturales y preservando su tendencia al bien y a la felicidad. Rousseau defiende una pedagogía naturalista y carente de coacciones de cualquier tipo, respetuosa con el alumno y que propicia el aprendizaje por descubrimiento antes que la memorización, la sumisión a los libros y el artificio.

Por otra parte, la salvaguarda de su libertad connatural es el fundamento del “contrato social”, un pacto que armonice los intereses de todos los individuos sometiéndolos a una voluntad general libremente aceptada, que representa los intereses comunes dejando de lado los particulares. Sólo mediante este acuerdo adquiere legitimidad el orden social, un orden que, superando la libertad natural, puede asegurar la libertad civil.

Rousseau concibe el Estado como libre asociación que gestiona la voluntad común de los ciudadanos, reelaborando la teoría contractualista a la que ya habían apuntado las investigaciones de Hobbes y Locke en el mundo anglosajón: el Estado nace de un pacto de asociación (no de sumisión) entre iguales, basado en una “voluntad general” donde todos ganan, al garantizarse mediante el acuerdo la libertad y la igualdad de las que gozaban en el “estado de naturaleza”, sancionadas ahora por la convención y el derecho.

EL PROBLEMA DE LA SOCIEDAD EN ROUSSEAU

La doctrina política de Rousseau supone, junto con la de Montesquieu, el máximo exponente del pensamiento político ilustrado. Ambos conciben el Estado como libre asociación que gestiona la voluntad común de los ciudadanos, si bien Montesquieu analiza la naturaleza y mecanismos de un poder legítimo y eficaz y Rousseau reelabora la teoría contractualista a la que ya habían apuntado las investigaciones de Hobbes y Locke en el mundo anglosajón: el Estado nace de un pacto de asociación (no de sumisión) entre iguales, basado en una “voluntad general” donde todos ganan, al garantizarse mediante el acuerdo la libertad y la igualdad de las que gozaban en el “estado de naturaleza”, sancionadas ahora por la convención y el derecho.

Rousseau tiene como meta última reorientar el injusto orden social y cultural de su tiempo, impuesto por la fuerza, hacia un orden nacido de la asociación libre y legítima de hombres libres cuya condición queda elevada a la de ciudadanos en virtud de este pacto constituyente. Solo en sociedad puede el hombre desarrollar su vida intelectual y moral, por lo que el contrato social, antes que una cesión de la propia libertad, es una confirmación de ésta, en la medida en que la protección de la persona y bienes de cada uno posibilita el libre ejercicio de sus derechos, garantizados por el estado de paz y el respeto a las leyes que los ciudadanos se han dado a sí mismos en el ejercicio de su soberanía.

Por ello, "el cuerpo político es también un ser moral dotado de voluntad. Esa voluntad general, tendente siempre a la conservación y bienestar del todo y de cada parte, es el origen de las leyes y la regla de lo justo y de lo injusto para todos los miembros del estado".

Rousseau estableció que la voluntad popular es el único fundamento de la organización política. Es defensor de la soberanía popular que considera debe ser expresada en asambleas.

EL CONOCIMIENTO EN KANT

Kant retoma el problema sobre los límites del conocimiento, que en el siglo que le precede se había polarizado entre racionalistas (primacía de la razón) y empiristas (primacía de la experiencia), llegando a una solución intermedia, el idealismo transcendental o crítico, según el cual el conocimiento es determinado por el sujeto, que impone las categorías de la razón a los datos sensibles. Por ello su pensamiento da respuesta al principal problema que planteaba el cartesianismo, cuyo sentido crítico radicaliza: según Kant ya no conocemos esencias, sino apariencias, convirtiéndose las substancias del sistema cartesiano (“res cogitans”, “res extensa” y “res infinita”) en “ideas de la razón” (alma, mundo y Dios).

Kant distingue entre lo que constituye la “materia” del conocimiento (las impresiones proporcionadas por los sentidos) de la “forma” (estructuras “a priori” presentes en nuestra mente que configuran el conocimiento). Al ser nuestro conocimiento una síntesis de ambas, ya no podemos considerar que conozcamos las cosas en sí mismas (“noúmenos”), sino que tan solo conocemos las apariencias (“fenómenos”) que se someten a las propias leyes. Con ello Kant es consciente de realizar un “giro copernicano” respecto al conocimiento, al culminar la orientación subjetivista que se inicia con Descartes.

Al fundarse el conocimiento humano en la experiencia, se plantea Kant el problema de cómo puede legitimarse la metafísica, cuyo carácter científico queda en entredicho. Las leyes científicas son “juicios sintéticos a priori”, es decir, juicios que se refieren a la experiencia y que se formulan como universales y necesarios. ¿Cómo son posibles estos juicios? Son posibles si admitimos que el caos de sensaciones que recibimos es organizado por las formas puras “a priori” presentes en nuestra mente: el espacio y el tiempo (en la sensibilidad) y las categorías (en el entendimiento). El producto de esta síntesis es el conocimiento de los fenómenos de la realidad, como el aportado por las matemáticas y la física.

La última y mas elevada facultad de la mente es la razón, que vincula las representaciones del entendimiento a ideas, conceptos racionales necesarios cuyo contenido no puede ser dado por los sentidos. Estas “ideas de la razón” son alma, mundo y Dios, objetos trascendentes que el espíritu necesita, pero cuyo conocimiento desborda las capacidades del entendimiento, por lo que respecto a ellas no caben ni el dogmatismo ni el escepticismo. En consecuencia, la metafísica no puede ser ciencia, a la vez que hay que aceptar su cultivo a título de “disposición natural del espíritu humano”.

EL PROBLEMA ÉTICO EN KANT

Kant propone, frente a las éticas materiales que le han precedido, una ética formal, vacía de contenido, que en vez de articularse en imperativos hipotéticos -eficaces para producir un resultado-, establece un criterio de acción expresado en el imperativo categórico: “Obra solo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal”. Por ello la moralidad de una acción se establece “a priori” según las condiciones de universalidad y necesidad que regulan la construcción del conocimiento científico. Es el sujeto moral quien, en cada situación concreta, debe dar contenido a este criterio, vacío de suyo.

La ética que propone Kant se basa en el concepto del DEBER, que emana directamente de la RAZÓN de que está dotado todo hombre: es nuestra razón quien nos indica qué es lo adecuado a cada situación.

Kant distingue tres tipos de acciones:

- Contrarias al deber: un alumno que copia en un examen.

- Conforme al deber por interés: un alumno que no copia (pero no lo hace porque cree que le descubrirían)

- Conforme al deber por respeto al deber mismo: un alumno que no copia porque NO DEBE hacerlo.

Puesto que toda acción guiada por el interés carece de valor moral, solamente la última acción apuntada es moralmente buena: no se persigue ningún fin distinto del cumplimiento de lo correcto. Es ese móvil de la acción la que determina su moralidad.

Kant aspira a establecer una ética de validez universal, una ley moral que se construya bajo las mismas características con que la razón enuncia las leyes científicas: universalidad y necesidad. Por ello, en vez de construir un código de mandatos y prohibiciones, se limita a enunciar un criterio racional de conducta.

Kant afirma que este "imperativo categórico" fundamenta el valor de la persona, sujeto moral dotado de razón y que actúa por respeto a la razón, cualidad esencial del ser humano. Por ello propone una segunda formulación del "imperativo categórico", que sería: "Obra de tal manera que te tomes a tí y a los demás hombres siempre como fin, y nunca como un medio". Ser medio, instrumento, para alguna utilidad es lo propio de las cosas, dotadas de un valor relativo, pero en el hombre se da un valor absoluto que no puede subordinarse a ningún otro. El hombre, ser racional, es un fin en sí mismo.

Una ética de esta naturaleza busca establecer una buena voluntad autónoma, que actúa sin interés ni motivación por puro cumplimiento del deber, excluyendo todo criterio empírico.

Por otra parte, toda ética da por sobreentendida la libertad de elección del sujeto moral. Por ello, la libertad es el postulado más evidente de la vida moral. "Postulado" es un principio que debemos admitir por la fuerza con que se nos impone, pero que no admite demostración (no es un atributo, no forma parte de mi representación de cosa alguna, por lo que no amplia mi conocimiento). Los tres postulados básicos de la vida moral son la libertad humana, la inmortalidad del alma y la existencia de Dios, realidades que no tienen carácter de "fenómenos", sino de "noúmenos".

La libertad, por ejemplo, es una "cosa en sí", algo cuyo conocimiento quedaba rechazado por la "Crítica de la razón pura". No se la puede abordar a nivel teórico, sabemos que existe, pero no lo que es. En definitiva, no tenemos conocimiento de una realidad de la que, en cambio, no podemos dudar, puesto que sin suponer su existencia no podría darse el hecho moral.

La inmortalidad del alma, segundo "postulado de la razón práctica", indudable pero indemostrable, viene exigida por el hecho de que la acción moral persigue un fin (la perfección) que no puede alcanzar en el término de una existencia limitada, sino que requiere de un tiempo infinito.

En cuanto a Dios, la originalidad del modo en que Kant lo presenta radica en que no lo concibe como un legislador o juez, sino como un referente moral, un agente en el que el "ser" y el "deber ser" se identifican, lo que no deja de recordarnos el mandato evangélico "Sed perfectos como vuestro padre celestial es perfecto".

EL PROBLEMA DE DIOS EN KANT

Al mostrar la imposibilidad de una metafísica "científica", la "Crítica de la razón pura" rebaja las substancias del mundo cartesiano (alma, Dios y mundo) a constructos mentales a los que no podemos aplicar las categorías del entendimiento, pues no tenemos experiencia de ellas, o, por usar la terminología kantiana, a "ideas de la razón", conceptos racionales cuyo objeto no nos puede ser dado empíricamente. Estas ideas de la razón no son fenómenos, sino meros objetos en idea construídos por el espíritu para su satisfacción, pero cuya existencia no se puede demostrar y ni siquiera conocer. Atribuír a estas ideas una existencia real o "en sí" es lo que Kant llama "la ilusión trascendental". El fín de la crítica kantiana es, precisamente, advertir y denunciar dicha ilusión.

El análisis de los límites de la razón al que procede Kant en la "dialéctica trascendental", al descubrir el carácter ilusorio de los juicios trascendentes, eliminará a la vez el dogmatismo y el escepticismo. Dios queda reducido, en el orden cognoscitivo, a ser objeto de examen de una teología racional (o "teodicea") que fundamenta la reducción de la religión a los "límites de la mera razón". Justo esta expresión es la que da título al opúsculo que, en vida, mayores problemas de censura -incluída una amonestación real- reportará a Kant.

Pese a haber puesto en evidencia la imposibilidad de un conocimiento objetivo acerca de Dios, Kant afirmará su importante papel en el ámbito de la razón práctica a título de "postulado" (como lo son la libertad o la inmortalidad del alma), es decir, de proposición indemostrable pero que hay que admitir para que sea posible el hecho moral. La originalidad del modo en que Kant lo postula radica en que no lo concibe como un legislador o juez, sino como un referente moral, un agente en el que el "ser" y el "deber ser" se identifican (lo que no deja de recordarnos la exigencia evangélica "Sed perfectos como vuestro padre celestial es perfecto" tan acorde con su religiosidad pietista).

EL PROBLEMA DE LA SOCIEDAD EN KANT

Kant, en su ensayo filosófico "Sobre la paz perpétua" (1795), presenta a los estados resultantes del contrato originario sujetos a un "estado de naturaleza" análogo al que Rousseau postula para los individuos, y en el que tienden a resolver sus recíprocos conflictos mediante la fuerza de las armas. Frente a este estado de cosas la razón práctico-moral formula un veto irrevocable: "No debe haber guerra". El modo de cumplir este imperativo es, nuevamente, la materialización de un pacto, esta vez supranacional, que permita la pacífica resolución de los enfrentamientos entre naciones.

Kant propone la idea de una federación de naciones como paso previo a un deseable estado universal. Dicha federación estará regida por un "derecho cosmopolita" que sea fuente de una pacífica convivencia para todos los pueblos de la tierra.

Las condiciones para alcanzar tan utópica meta son tres: la constitución civil en cada estado debe ser republicana, el derecho de gentes ha de basarse en una federación de estados libres progresivamente ampliable y el derecho cosmopolita se ejercerá mediante el ejercicio de una "hospitalidad universal".

Kant aparece como un visionario consciente de que la precariedad del derecho internacional solo puede ser superada por la vía de la organización internacional. La paz, éticamente necesaria, va vinculada a la organización a través de la federación. Esta idea ejerció una gran influencia a lo largo de los siglos XIX y XX, conduciendo a la creación de la Sociedad de Naciones en el periodo entre las dos grandes guerras mundiales, y a la O.N.U. posteriormente.

EL PROBLEMA DEL HOMBRE EN MARX

Marx concibe al hombre como un ser productivo-transformador ("homo faber") en su misma esencia. Su naturaleza hace del trabajo (la transformación de su entorno mediante la producción de bienes) la llave de su realización. El trabajo socializa al hombre, le aboca a la relación con otros hombres. De ahí que las condiciones socio-económicas de producción determinen nuestra configuración como seres: "el ser social determina la conciencia".

Pero la actividad productiva se ve determinada por los intereses de quienes someten el trabajo al afán de lucro, lo que lleva a unos pocos, poseedores de los medios de producción, a someter a la gran mayoría que aporta la fuerza de trabajo. El capitalismo muestra este proceso llevado a su máxima expresión: solo en la medida en que existe una diferencia entre la riqueza que el trabajador produce y la retribución que obtiene por ella se da un margen -o “plus valía”- de beneficio que el empresario se arroga, empobreciendo progresivamente al obrero.

El resultado es la conversión del trabajador en mercancía, en un objeto más, padeciendo, por tanto, una alienación que lo cosifica, alienación que, sobre la base de la explotación socio-económica, es sancionada por la instrumentalización del aparato político-jurídico, el falso consuelo de una religión conformista con la injusticia -que funciona como “opio del pueblo”- y la complicidad de una filosofía que, instalada en el idealismo, evita encarar la realidad concreta para producir una ideología que falsifica la realidad.

Marx entiende que la historia ha sido el escenario de la lucha entre poseedores y desposeídos: amos y esclavos en la antigüedad, señores y siervos en el feudalismo, y capitalistas y proletarios en la sociedad burguesa-industrial. Esa “lucha de clases” es el verdadero motor de la historia. El capitalismo industrial ha llevado las desigualdades sociales al paroxismo, haciendo inevitable la revolución, síntesis dialéctica final de todo el proceso.

EL PROBLEMA DE LA SOCIEDAD EN MARX

El materialismo histórico concibe la sociedad como una realidad dinámica, determinada en su existencia por la naturaleza misma del hombre, y en sus particularidades concretas e históricas, por las relaciones de producción que se dan en su seno. La estructura social es reflejo de la estructura económica. El análisis que hace Marx de la relación entre las fuerzas productivas y las relaciones económicas que establecen los hombres desvela cómo toda superestructura ideológica (política, derecho, moral, religión, filosofía y arte) está determinada por aquellas. Las ideas dominantes son las que impone la clase económica dominante.

Frente a su hegemonía, es la “conciencia de clase” de los trabajadores la que servirá de motor a la futura revolución proletaria. El hombre (“homo faber”) aparece como sujeto de la actividad productiva, el trabajo, que es ejercido sobre la naturaleza como objeto capaz de satisfacer sus necesidades. Pero al ser social, su actividad productiva se ve determinada por los intereses de quienes someten el trabajo al afán de lucro, lo que lleva a unos pocos, poseedores de los medios de producción, a someter a la gran mayoría que aporta la fuerza de trabajo.

El capitalismo muestra este proceso llevado a su máxima expresión: solo en la medida en que existe una diferencia entre la riqueza que el trabajador produce y la retribución que obtiene por ella se da un margen -o “plus valía”- de beneficio que el empresario se arroga, empobreciendo progresivamente al obrero.

Marx entiende que la historia ha sido el escenario de la lucha entre poseedores y desposeídos: amos y esclavos en la antigüedad, señores y siervos en el feudalismo, y capitalistas y proletarios en la sociedad burguesa-industrial. Esa “lucha de clases” es el verdadero motor de la historia. El capitalismo industrial ha llevado las desigualdades sociales al paroxismo, haciendo inevitable la revolución, síntesis dialéctica final de todo el proceso.

La conquista del poder político por el proletariado posibilitará la expropiación del capital a la burguesía y el tránsito a una “dictadura del proletariado” que socialice los medios de producción y acabe con las desigualdades. Ese “estado socialista” es el paso necesario para la desaparición de las clases y la abolición de la propiedad privada y de toda forma de explotación. Se materializará así el paso al comunismo, en que el Estado ha dejado de ser una entidad política instrumentalizada por los capitalistas para ser el administrador de los bienes de la sociedad y el gestor de la justicia social, con lo que la “prehistoria social” (explotación, desigualdad, injusticia, ...) toca a su fin.

EL PROBLEMA DEL CONOCIMIENTO EN NIETZSCHE

No existe en el pensamiento de Nietzsche una teoría del conocimiento en el sentido riguroso y “clásico”, pero sí una reflexión acerca de la incapacidad del lenguaje para expresar la esencia de las cosas, heredera del fenomenismo de Kant, y que se recoge en su obra de 1783 “Sobre verdad y mentira en sentido extramoral”.

Para Nietzsche, la verdad nada tiene que ver con una pretendida correspondencia entre el entendimiento y la cosa, puesto que para el lenguaje representar el mundo es imposible. El lenguaje no es un significante de la realidad, sino, si acaso, de nuestra percepción de la misma. Por ello su mecanismo constituyente es la metáfora que, en vez de representar el mundo, lo substituye.

Descartada la función representativa del lenguaje, tan solo le queda un uso utilitarista (un poco al modo de los sofistas): ser vehículo de los intereses y conveniencias que llevan a construir una supuesta “verdad”, que responde en realidad al uso convencional de designaciones lingüísticas arbitrarias, pero impuestas uniformemente a todos. “Las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son”. Detrás de esta falsa pretensión de verdad está lo que el autor llama “la mentira fundamental del lenguaje”, el error de creer que el lenguaje puede representar la realidad.

El lenguaje lleva a la formulación de conceptos que son generalizaciones aplicadas a una pluralidad de objetos a partir del olvido de sus diferencias individuales. Por tanto, los conceptos -residuos de una metáfora- violentan las condiciones de la experiencia individual, y responden a nuestro vano empeño por concebir al mundo “humanizado”, por proyectarnos en él, en vez de reconocer que la naturaleza no conoce formas ni conceptos.

EL PROBLEMA DEL HOMBRE EN NIETZSCHE

“El hombre es algo que debe ser superado”, proclama el Zaratustra de Nietzsche. El hombre es ese ser que, asustado ante el torbellino de su propia vida (abocada a ser una continua superación de sí mismo), necesitó acudir a "otros mundos", y, por encima de todo, a Dios , y condenar este mundo como apariencia y tristeza, que necesitó la guía de un ser divino para que le dijera lo que estaba bien y mal y lo que tenía que hacer en la vida. El hombre ha acabado por ser pura renuncia, pura negación de sí mismo y de su vitalidad, pura neurosis que se niega a admitir su deseo.

No siempre fue así, pues en la Grecia pre-socrática los hombres habían expresado la realidad de la existencia a través de la creación estética, articulada por medio de la oposición entre lo dionisíaco (lo desbordante e indiferenciado), y lo apolíneo (la medida y el orden), cuya unificación se daba en la tragedia. Esas dos categorías estéticas se personifican en el hombre intuitivo, “héroe desbordante de alegría”, y en el hombre racional, abocado a la desdicha.

Ese segundo tipo de hombre es el que aparece con el socratismo, con su predominio de lo conceptual y lo intelectual, que encubren un rechazo de la vida que la filosofía de Platón consagra al postular un mundo ilusorio -que califica de “mundo verdadero”- frente al mundo empírico.

El hombre tiene que ser superado, y lo será por el superhombre. Todos nosotros estamos en camino de ello, no somos más que "un puente hacia el superhombre".

El superhombre es el sucesor del hombre, cuyas limitaciones morales supera, renunciando a sueños e ilusiones ultraterrenas para afirmar “el sentido de la tierra”. Sabe que su vida es lo único que tiene en el mundo, y está dispuesto a vivirla por sí misma, sin necesidad de que tenga sentido. No necesita recurrir a instancias superiores que le orienten y le encaucen la vida, le diferencien el bien del mal (moral cristiana), lo verdadero de lo falso (ciencia) ni lo real de lo aparente (metafísica), sino que está dispuesto a enfrentarse a su propia vida cara a cara, y sin pedir explicaciones a nada ni a nadie. El superhombre vive en un mundo libre como nunca lo conoció la cultura de Occidente: un mundo donde se ha restaurado la inocencia del devenir, y que está, por tanto, más allá del bien y del mal.

EL PROBLEMA DE DIOS EN NIETZSCHE

Dios es para Nietzsche el concepto que sintetiza y fundamenta la suma de los valores de una tradición cultural que, negando la vida, ha conducido al vacío moral y existencial en que consiste, esencialmente, el “nihilismo”. La expresión “Dios ha muerto” viene a diagnosticar, por tanto, el fracaso de todo un modo de simbolizar la realidad. Bien es cierto que la expresión no es original, puesto que había aparecido ya en un contexto religioso en Ekhardt, Lutero y Hegel para significar la pérdida de la visión cristiana de la existencia, es decir, el proceso de secularización de la cultura.

Este abandono es patente en la sustitución progresiva de la idea de Dios como sentido del mundo, garante del orden moral, respaldo de la autoridad establecida, etc. por ideas como la razón (la Diosa Razón de la Francia revolucionaria), el progreso, etc.

Dios representa una determinada ontología, un modo de concebir la realidad que niega “el sentido de la tierra” y sitúa las expectativas humanas en un plano ilusorio, soporte de una moral de renuncia y de negación de la realidad espacio-temporal. Dios es “el vampiro de la vida”. Su eliminación supone el fin de los valores absolutos, y abre la posibilidad de una transformación radical del horizonte humano. La “muerte de Dios” entraña una crítica radical de la religión, la moral y la metafísica, y la liberación del hombre de una carga abrumadora que ha gravitado sobre él desde que el cristianismo consagrara la dualidad mundo aparente-mundo “verdadero” instaurada por Platón, inventando un trasmundo ideal (una ilusión “óptico-moral”) para desvalorizar el mundo terrenal, lo que hace del cristianismo una especie de “platonismo para el pueblo”.

El cristianismo, en la radical visión de Nietzsche, supone una negación de la vitalidad, del instinto y del goce, estigmatizado como “pecado”. Significó el fin del mundo antiguo y aniquiló las formas y valores más nobles de la vida, convirtiendo toda verdad en mentira.

EL PROBLEMA MORAL EN NIETZSCHE

Friedrich Nietzsche construye una crítica demoledora de la moral occidental, a la que tiene por una instancia represora de la voluntad y de la vitalidad humanas. Considera que su aparición es un error fruto del error de la metafísica y del cristianismo, puesto que es una moral de utilidad de la que se sirven los más débiles para medrar en un mundo en el que no disponen de otro recurso eficaz.

Ese proceso se inicia con Sócrates, en quien una racionalidad reductora de la complejidad de lo real sustituye a la plenitud de los instintos, y se continúa en su discípulo Platón, iniciador de una interpretación moral del ser para la cual la idea suprema es la idea del Bien. Con ellos se instaura un nefasto formalismo moral, una pretendida universalidad y objetividad de los valores que esconde en realidad preferencias de índole afectiva, particularmente el resentimiento, típico -dice Nietzsche- de los sacerdotes.

El cristianismo, que tomó como base filosófica al platonismo, erigió una moral que se sustenta en los conceptos de "pecado", "culpa", "arrepentimiento", etc. Para Nietzsche la moral que propugna el cristianismo va directamente contra la naturaleza humana, condenando el instinto y proponiendo como modelo su frustración y represión.

En una línea que anticipa las teorías de Freud, Nietzsche critica la llamada “conciencia moral” como una instancia masoquista sustentada en la inhibición de los instintos, en particular, del instinto de crueldad que, refrenado en su desarrollo hacia lo exterior, se ha vuelto contra el hombre mismo.

En consonancia con su reivindicación del mundo cultural pagano, Nietzsche opone a la “moral de esclavos”, que en la cultura occidental –“nutrida de sangre de teólogos”- representa el cristianismo, una “moral de señores”, orgullosa, creativa y caballeresca.

EL PROBLEMA DEL CONOCIMIENTO EN ORTEGA

Cada hombre, cada existencia humana, supone un punto de vista sobre la realidad, las cosas o la sociedad. Hay tantas realidades como puntos de vista. Por este motivo, el conocimiento humano es siempre perspectiva. Conocemos la realidad según nuestra propia y particular circunstancia, según nuestra particular perspectiva, y si queremos alcanzar un conocimiento completo y verdadero de una determinada realidad, no nos queda más remedio que contar con otras perspectivas; el conocimiento verdadero, o, al menos, más verdadero, es el que resulta de la integración de perspectivas. No existe la verdad “absoluta”, sino verdades parciales. La verdad parcial de cada cual debe complementarse con la de los demás. Por tanto, la búsqueda de la verdad nunca puede darse por concluida, es un proceso abierto e histórico, lo cual no quiere decir que la verdad sea histórica, sino que su acceso por parte del ser humano sí lo es.

Con este planteamiento Ortega se aleja tanto del dogmatismo, que considera que una perspectiva (la propia) es la única y excluye a las demás, como del escepticismo, que niega la existencia de la verdad.

La noción de perspectiva es, en primer lugar, una extrapolación del conocido fenómeno visual que el arte ha integrado en Occidente desde antiguo, pero en Ortega su significado espacial trasciende a lo temporal y a lo cognitivo: “El punto de vista individual me parece el único punto de vista desde el que puede mirarse el mundo en su verdad. Cada hombre tiene una misión de verdad. Todos somos insustituibles y necesarios”.

Al integrar la perspectiva histórica en su teoría del conocimiento, Ortega crea un eficaz mecanismo de análisis del acontecer histórico. Entiende que toda crisis histórica –como la que vive España a comienzos del siglo XX- es, ante todo, una crisis de ideas. Explica la dinámica de éstas en su ensayo “Ideas y creencias”. Denomina “ideas” a los enunciados de pensamiento que se hallan consensuados en un momento dado. Las ideas son algo explícito, “se saben”, son objeto de reflexión, pero se sustentan sobre una base de creencias, siendo estas implícitas, objeto de fé: “Cada hombre encuentra formando parte de su circunstancia el sistema de creencias, la concepción o interpretación del mundo vigente a la sazón en aquella sociedad. Dejándose penetrar de ella , o combatiéndola y oponiéndole otra original, el hombre no tiene más remedio que contar con las creencias de su tiempo, y esta dimensión de su circunstancia es lo que hace del hombre un ente esencialmente histórico, o, dicho de otra forma, el hombre no es nunca un primer hombre, sino siempre un sucesor, un heredero, un hijo del pasado humano; le toca siempre vivir en un instante determinado de un proceso anterior a él; dicho en otra forma, se ve obligado a entrar en escena en un preciso momento del amplísimo drama humano que llamamos historia” (“En torno a Galileo”).

Ese mentado “drama” alcanza sus puntos de inflexión más señalados en el momento en que las ideas que para una sociedad estaban vigentes dejan de estarlo. El vacío que eso que se sabía –pero ya no vale- deja, es ocupado al aflorar a la superficie las creencias que, de forma soterrada, habían permanecido incólumes. Al sustituir a las ideas anteriormente vigentes -y ahora obsoletas- esas creencias asumen la condición de idea, con lo cual la mente humana se hace consciente de ellas, y puede someterlas al tamiz de la crítica. Las crisis históricas no son, pues, sino el periodo de tiempo en que unas ideas son sustituidas por otras.

EL PROBLEMA DEL HOMBRE EN ORTEGA

La idea de sujeto de Ortega es la del “yo con las cosas”, es decir, la del hombre arraigado en unas circunstancias sin las cuales resulta incomprensible: “Yo soy yo y mis circunstancias, y si no las salvo a ellas no me salvo yo” (“Meditaciones del Quijote”, 1914). La realidad circundante forma “la otra mitad de mi persona”, y la reconciliación con la circunstancia (“circum-stantia”) es el destino concreto del hombre.

Nuestra auténtica realidad es una simbiosis entre “yo” y “cosas”, entre interioridad y exterioridad. Las “cosas” sin el “yo” y el “yo” sin las “cosas” carecen de sentido. La verdadera realidad es la del “yo con las cosas”: yo, haciendo algo con las cosas, es decir, viviendo. Por eso, insiste Ortega, la realidad radical es la vida humana. “Radical” no quiere decir única ni más importante, sino justamente “raíz”, soporte, fundamento, aquella realidad en que radican o arraigan todas las demás realidades.

El sujeto de Ortega no es un pensamiento puro, exterior y “desarraigado” del mundo y de la totalidad de la vida. El sujeto no es sólo, sin más, sujeto “cognoscente”, aislado de la historia y de las circunstancias sociales e históricas. La razón vital es razón histórica, pues la vida es histórica. La vida no es un “presente” intemporal. Por esto la razón vital no es extratemporal. El hombre es “lo que le pasa”, lo “sido” tanto como lo que proyecta ser. El hombre va “siendo” y “des-siendo”, el hombre es un inacabable proyecto.

La vida del hombre es un continuo hacerse, es la realización permanente de un proyecto que se está gestando en la historia, en el devenir de la vida. Por eso dice Ortega que “el hombre no tiene naturaleza, sino historia”. La vida del hombre no es estática ni inmutable, como algo acabado, no es un DATO, sino un PROCESO; por eso la historia es un componente esencial de la vida de cada hombre.

Finalmente, el hombre es radicalmente libre. Tiene que elegir formas de vida, posibilidades de hacer algo, elaborarse proyectos o inventarlos, porque no tiene más remedio que inventarse su vida. Nada se nos da hecho, y menos la vida; cada uno tiene que hacer-se-la, cada cual la suya. Vivir es anticipar proyectos de vida, decisión de posibilidades de hacer mi vida.

EL PROBLEMA SOCIO-POLÍTICO EN ORTEGA

Para Ortega, el gran acontecimiento social del siglo XX es la irrupción de las masas sociales, cuyo gran peligro es la desorientación. Frente al individuo, sujeto de vida moral y de reflexión, la masa es impulsiva e irreflexiva. Su desorientación puede producir tensiones violentas y rebeliones en las cuales la experiencia personal de la responsabilidad se diluye en la acción colectiva. Junto a esto, propicia la aparición de líderes que sepan dirigir la situación en provecho propio, como confirma la aparición de las dictaduras y totalitarismos demagógicos en los años 30, una situación que explotó con la Segunda Guerra Mundial.

Para prevenir esta situación es necesario que aquellas personas que tienen la responsabilidad de educar, formar y orientar a un pueblo (una minoría selecta) no deleguen esta tarea y no caigan en el fatalismo o la irresponsabilidad. La cultura pide creatividad, esfuerzo y valor, y ahí no valen los criterios de la mayoría ni las estrategias políticas. La sociedad-masa necesita de una Élite consciente que cumpla con la tarea de guiarla, conduciéndola por el camino de la exigencia y sacándola de la mediocridad. Esta élite, que en el pasado había ejercido ejemplarmente su función, es la que en el presente parece haber abdicado de ella, diagnostica Ortega, lo cual es la razón del ascenso de la masa a primer plano de la vida social y política de la Europa del siglo XX.

A la vez que apuesta por la construcción de una gran nación europea, Ortega va a ser un atento crítico de esa “España invertebrada” que despierta de su sueño de ser Imperio y que necesita redefinirse ante los trágicos avatares en que la historia la ha situado (pérdida de sus últimos dominios ultramarinos, crisis colonial en África, agitación obrera, etc.). España es una realidad problemática desde su misma definición, su concepción como nación, es decir, proyecto común por encima de intereses particulares de individuos, de clases, de grupos sociales o de regiones. España padece en aquel momento un secular atraso, así como una desigualdad a todos los niveles que la separaba de Europa.

De ahí su propuesta de “europeizar España” (“España es el problema; Europa la solución”), contrapuesto al unamuniano “españolizar Europa”, así como su implicación personal en la regeneración de la vida pública, vivida tanto desde la tribuna que le da la prensa escrita como desde la actividad política y parlamentaria.

EL PROBLEMA MORAL EN ORTEGA

La vida para Ortega no es la vida en general, sino la concreta, la mía. En ella aparecen los otros, otras vidas, otras perspectivas, con las cuales se establece una relación que aparece como una “solidaridad de soledades”. Con ello quiere reconocer el carácter particular de los otros: somos idénticos pero en la diferencia, o somos diferentes desde una igualdad humana. Por eso la convivencia humana es conflictiva, aunque capaz también de mediar en los conflictos y aunar soledades en proyectos de convivencia.

En el momento en que vive Ortega, lleno de conflictos, convulsiones sociales y donde la pérdida de identidad a favor de la masa, de las mayorías, empieza a ser un importante problema, la reivindicación de la soledad radical y del ensimismamiento se convierte en una reivindicación ética, puesto que la vida en sociedad no debe suponer la pérdida de sí. Cuando la radical soledad se pierde, se disimula o se hace irreconocible, corremos también el riesgo de que desaparezca una experiencia ética y vital fundamental: la responsabilidad.

Somos responsables al elegir libre y justificadamente posibilidades que nos brinda la circunstancia. Si decido entre posibilidades de hacer mi vida, es porque puedo escoger, porque tengo libertad para escoger. Vivir es vivir en un mundo abierto, un mundo de posibilidades, no un mundo cerrado y hermético. Ahora bien, las posibilidades no son ilimitadas, sino limitadas por las circunstancias que habitamos. Elegimos dentro de lo posible, y en ello radica nuestra libertad. El hombre no puede vivir más que eligiendo, decidiendo a cada instante, superponiendo sus proyectos sobre la circunstancia para convertirla en mundo y hacerse a sí mismo. Necesita saber a qué atenerse, pensar, razonar, … El concepto de “razón vital” aplicado a la iniciativa moral del hombre conlleva que nuestros proyectos, decisiones y acciones nos definen. Ortega entiende que nuestra vida nos es dada, pero no hecha, sino por hacer: tenemos que elegir a cada instante qué vamos a hacer, quién vamos a ser. Vivir es un proyecto que está definiéndose –y definiéndonos- contínuamente.

MODELOS DE DEMOCRACIA EN HABERMAS (SOCIEDAD)

En el texto "Tres modelos normativos de democracia" (1996) Habermas presenta los tres modelos de democracia que él distingue: el modelo liberal, el modelo republicano y el modelo deliberativo, comparándolos entre sí.

El modelo de democracia liberal está al servicio de la eficacia. En él el proceso democrático se reduce a conseguir que funcione la administración y la economía (mercado). En este modelo lo que importa es defender los derechos privados o subjetivos de los ciudadanos. Por tanto, en él predomina una libertad meramente negativa. Se trata, en definitiva, de un modelo en el que la política está subordinada al mercado.

El modelo republicano de democracia se basa en la razón dialógica. Este modelo tiene un carácter ético. La política se concibe como la creación de una acción entre personas libres e iguales. En él son importantes el funcionamiento de la administración y la economía, pero lo más importante es la solidaridad como factor de integración social.

En este modelo la sociedad civil es fundamental, por lo que promueve una libertad positiva, es decir, fomenta la participación de los ciudadanos en la vida política. Aquí lo que importa no es tanto el mercado como el diálogo entre los ciudadanos. Es un poder comunicativo, que implica la auto-organización política de la sociedad y vincular a los ciudadanos con los fines colectivos, buscando el consenso entre sus intereses personales contrapuestos.

El problema del modelo democrático republicano es que presenta la sociedad como una comunidad ética, algo idealista y alejado de la realidad. Por eso, Habermas, en su ética discursiva, plantea un modelo deliberativo de democracia, en que, además de unos principios éticos consensuados, se trata de consensuar los intereses de los distintos grupos sociales y buscar una elección racional de los medios que conducen a los fines propuestos.

La deliberación permite sintetizar los dos modelos de democracia anteriores: el instrumental y el dialógico. Aquí se busca la acción comunicativa, pues en este modelo de democracia las deliberaciones se toman en la red de comunicación de la esfera política (Parlamentos) con la opinión pública, y esa red constituye una intersubjetividad de orden superior, que vincula a todos los ciudadanos del Estado.

En el modelo deliberativo el poder está racionalizado, es decir, la administración está en permanente diálogo con la opinión pública y la voluntad común. Es un modelo descentralizado y la soberanía popular se interpreta en clave intersubjetiva, sin identificar al sujeto con “el pueblo” (que es un término abstracto e ideal).

En este sentido, la política deliberativa está en relación directa con la espontaneidad y la libertad que caracterizan al mundo de la vida, y no se reduce al aparato burocrático que administra el poder económico.

Manuel Pérez Cornejo
(Fuente: http://blogeleusis.blogspot.com.es/)